Los muros no detienen las pandemias
Hoy una gran parte de la población mundial teme contagiarse de la enfermedad creada por el nuevo coronavirus (COVID-19), independientemente de edad o situación de salud. Eso aplica para los que podemos auto-aislarnos en nuestro hogar mientras seguimos las medidas higiénicas recomendadas. Imagina cumplir una cuarentena en un espacio pequeño y confinado, de 30 metros cuadrados, que compartes permanentemente con otras 24 personas (es decir, poco más de 1 metro cuadrado por persona). Además, varias de esas personas sufren de enfermedades crónicas, todas comparten un baño y no se cuenta con buena higiene ni acceso confiable y consistente a atención médica. Ese es el terror que deben sentir cientos de miles de personas privadas de libertad alrededor del mundo, quienes componen uno de los grupos más vulnerables ante esta pandemia.
Los centros penitenciarios en muchas partes del mundo, Latinoamérica incluida, suelen ser en circunstancias normales espacios propicios para la propagación de enfermedades. En una situación extraordinaria como la que vivimos actualmente, fácilmente pueden convertirse en focos potentes de contagio, como lo ha advertido la Organización Mundial de la Salud.
Las características intrínsecas del encarcelamiento, agudizadas por el hacinamiento, dificultan la toma de medidas recomendadas en esta pandemia para “aplanar la curva”. En centros sobrepoblados resulta imposible la distancia física. Hasta lavarse las manos es un lujo: en muchos centros escasea el agua, en muchos más escasea el jabón y se prohíbe el alcohol en gel por seguridad. Tampoco funciona el aislamiento como se implementa para la población general; por un lado no hay suficiente espacio, por el otro, aunque los detenidos no reciban visitas (medidas que se han aplicado en varios países), en las cárceles a diario entran y salen un sinnúmero de funcionarios y, en algunos casos, proveedores privados. Otro factor particular es que las personas privadas de libertad con síntomas pueden tardarse en informar o buscar atención por temor al aislamiento, el cual igualan con confinamiento solitario.
Por todo esto, la Alta Comisionada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (ONU) Michelle Bachelet ha advertido que “existe el riesgo de que [el coronavirus] arrase con las personas recluidas … que se encuentran en situación de extrema vulnerabilidad”, y que las consecuencias de olvidar a aquellas personas “que están encarceladas o recluidas en instalaciones cerradas, tales como hospitales psiquiátricos, hospicios y orfanatos … podrían ser catastróficas”.
Las cárceles también representan un riesgo de salud pública más allá de sus muros. Según la OMS, el contagio dentro de las prisiones puede tener un efecto amplificador sobre la epidemia y los esfuerzos de los países por controlar COVID-19 en la población pueden fracasar si no se implementan fuertes medidas de prevención y control en lugares de detención. Por un lado, muchas de las personas que trabajan en las cárceles regresan todos los días a sus hogares. Por el otro, un brote en centros penitenciarios implicaría una carga monumental para sistemas de salud nacionales ya sobrecargados.
Urge que los Estados revisen e implementen las recomendaciones enfocadas en las personas privadas de libertad en el contexto de COVID-19 emitidas por la OMS, el Subcomité para la Prevención de la Tortura de la ONU (SPT) y la guía interina hecha por la OMS en conjunto con la Oficina de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU. Más allá de las medidas sanitarias de primera línea (mejorar higiene, aplicar pruebas y más pruebas, dotar al personal penitenciario con adecuado equipo de protección) y las necesarias para prevenir el aumento de tensiones y violencia (contactos virtuales con familiares, transparencia en la información y asistencia psicológica), los gobiernos deben prestar atención a una recomendación esencial: reducir la población penitenciaria.
Esto no es fácil de implementar ni es políticamente popular. Para evitar tener un número desproporcionado de enfermos y muertes, se requiere liderazgo firme, valiente y rápido. Las autoridades nacionales deben apuntar a reducir el hacinamiento a través de los diferentes mecanismos disponibles en sus marcos legales, que pueden incluir prisión domiciliaria, brazalete electrónico, indultos o rebajas de pena, libertades condicionales y conmutación de pena. El enfoque inicial puede ser en adultos mayores, personas con enfermedades crónicas, mujeres embarazadas o lactantes y personas que cometieron delitos no violentos y/o que estén cerca de cumplir sus condenas. Se debe priorizar las medidas alternativas a la privación de libertad, siempre que apliquen. Ahora más que nunca, el sistema judicial debe reevaluar los casos de prisión preventiva, que alcanzan porcentajes de 40%, 50% y hasta 60% en Latinoamérica. Finalmente, se debe evitar penalizar con prisión a las personas que violen medidas de cuarentena o toques de queda.
Las cárceles son potenciales bombas de tiempo. Varios países ya han entendido esto y han liberado a detenidos, otros lo están evaluando. Evitemos a toda costa que las sentencias de privación de libertad o medidas de detención preventiva se conviertan en penas de muerte.
María Luisa Romero fue Ministra de Gobierno de Panamá y es experta independiente del Subcomité para la Prevención de la Tortura de las Naciones Unidas. Las opiniones expresadas en este artículo son a título personal. Fotos cortesía: Armando Escapa. Publicado en Democracia Abierta.