CEJIL 30 Años: Jineth Bedoya Lima

Imagen: arte original creado por Catalina Naranjo (IG @licopeno)

POR RICARDO SILVA ROMERO SOBRE JINETH BEDOYA

Mi querida Jineth: nada de lo que está ocurriendo en el mundo esta semana me importa tanto como decirte que sí te pasó lo que te pasó; sí les hicieron ese primer atentado, a ti y a tu mamá, que nadie quiso investigar; sí te negaron un esquema de seguridad, entre la bruma de las amenazas, porque según ellos no estabas en riesgo; sí te mandaron a decir que te quedaban tres días de vida si seguías describiendo alianzas entre ejércitos legales e ilegales; sí te pusieron una trampa en aquella cárcel de pesadilla porque estabas probándonos a todos que no era una cárcel sino la oficina central del crimen del país; sí te encañonaron y te amarraron y te secuestraron y te torturaron y te violaron y te dejaron muerta en una carretera el jueves 25 de mayo de 2000 mientras las demás vidas seguían marchando en puntillas para no despertar al Estado colombiano.

Se dice que “el Estado somos todos”, de buena fe, para que no se nos olvide que somos responsables, pero resulta más preciso aceptar que “el Estado son ellos” no solo porque en estricto sentido el Estado ha sido creado para servirles a los individuos que sumados dan la sociedad, sino porque no en pocas ocasiones el Estado nuestro, el colombiano, ha sido refugio y trinchera y negocio de unos pocos. De cierto modo, la historia de Colombia –una sucesión de procesos de paz vengados a la vuelta de la esquina por puñados de pacificadores– ha sido el pulso perdido por un Estado que no sea una sala de juntas armada hasta los dientes, un monstruo de Frankenstein salido de las manos, sino un garante de la libertad y la justicia y la inclusión en todo el territorio: a mí también me avergüenza, en fin, este Estado ambiguo e insólito que el lunes pasado se retiró del juicio de tu caso en la CIDH como si perderlo no fuera a ser un triunfo.

Decía a EL TIEMPO la abogada Viviana Krsticevic que jamás se esperó que, luego de tu testimonio irrefutable e imborrable en la audiencia del lunes –dijiste “he creído que la palabra es la mejor forma de transformar el dolor”, “ver todos los días en mi cuerpo las marcas de la violencia sexual y de la tortura no me permite cerrar este ciclo”, “pero no me voy a callar”–, el Estado colombiano tomara aquella decisión con vocación de peligroso precedente que ni siquiera han tomado “gobiernos realmente autoritarios como el de Fujimori en Perú, el de Ortega en Nicaragua o el de Maduro en Venezuela”: levantarse de la mesa. Pero quizás se trate de un gesto típico de un Estado paradójico: el Estado de una sociedad en la que ha sido común faltarles a las mujeres, pedirle ayuda a un mundo al que todo el tiempo se le está invitando a que se meta en sus narices, exigir vehementemente una justicia que solo opere contra los demás.

Mi admirada Jineth: nada de lo que está ocurriendo en el mundo esta semana me interesa tanto como dejarte por escrito que yo también me doy cuenta de que en estos veinticinco años de periodismo por la democracia has encontrado un valor inédito –un coraje solo tuyo– para encarnar las mil y una luchas de los que estamos hartos de la infamia: las luchas contra la violencia machista, contra la guerra, contra la desigualdad, contra la indiferencia, contra el estigma, contra la injusticia, contra la tiranía, contra la censura, contra el Estado que se encoge de hombros y sabotea los duelos que engendra. Siempre se me pasa decirte que aquella Navidad en la que nos encontramos, de afán en la búsqueda de los últimos regalos, me pareció que tú y tu mamá eran una sola silueta de aquellas que van redimiéndonos a todos a su paso.

Ningún héroe quiere serlo. Pero verlas a ustedes dos juntas es entender la extraña fuerza que ha impedido que este país nunca haya acabado de acabarse.

 

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