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21 de abril de 2017 Blog Por

La dignidad en tiempos de justicia: El Mozote toma la palabra

No hay historia muda. Por mucho que la quemen, por mucho que la rompan, por mucho que la mientan, la memoria humana se niega a callarse la boca. El tiempo que fue sigue latiendo, vivo, dentro del tiempo que es. (Eduardo Galeano).

 

La memoria viva y latiendo que los campesinos y campesinas guardaron durante casi treinta y cinco años  se presentó en el juzgado de San Francisco Gotera, capital del departamento de Morazán, el 29 y 30 de Marzo. Ese mismo mes de marzo en el que murieron dos mujeres que lucharon hasta el final, por conservar la memoria de El Mozote: Rufina Amaya y María Julia Hernández. Mes también del Derecho a la Verdad, coincidiendo con la fecha del asesinato de Monseñor Romero.

 

En ese mismo juzgado de San José Gotera, donde se puso la primera denuncia de la masacre el 26 de Octubre de 1990, el juez ordena un “acto de intimación” a los imputados de la masacre, altos mandos de las Fuerzas Armadas de El Salvador de la época y oficiales del Batallón Atlacatl, para darles a conocer los delitos por los que se les acusa y sus derechos procesales. El acto, que no era público, se produjo el 29 y 30 de marzo, con la presencia de cinco de las víctimas. Lo histórico de este hecho es que por primera vez, un juez falla y abre un caso de graves violaciones de derechos humanos en El Salvador; el primero luego de la inconstitucionalidad de la ley de Amnistía.

 

Antes de mostrar los impactos que este juicio puede tener, veamos un tramo de esa memoria viva.

 

En El Salvador hubo una guerra civil que duró doce años. Los acuerdos de paz del 16 de Enero del 1992 establecieron la realización de una Comisión de la Verdad, en la que se reconocieron víctimas de ambos bandos. Se produjo el informe: “De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador” (marzo 1993). No obstante, no se implementó una política de reparación para las víctimas. La Comisión estableció recomendaciones dirigidas a la reparación social. El enfoque del mandato enfatizó más bien los graves hechos de violencia y su impacto o repercusiones. Uno de los casos señalados fue la masacre de El Mozote, considerada la mayor masacre de Latinoamérica, donde asesinaron a mas de mil mujeres y niños, y donde al menos quinientos eran menores de 12 años. Las víctimas de la Masacre del Mozote perdieron a miembros de su familia, sus vecinos y allegados, sus bienes, sus animales, fueron forzados a desplazarse, abandonar su vivienda, su lugar de trabajo y sobrevivieron a la persecución y a la muerte.  El daño experimentado se agudizó por décadas de impunidad y por el no reconocimiento de los hechos, del dolor ni de sus derechos como víctimas.

 

En mayo del 2012, el caso de El Mozote y lugares aledaños, fue a audiencia a la Corte Interamericana en Ecuador. Una ley de olvido e impunidad, la Ley de Amnistía decretada en 1993, impedía abrir el juicio interno en El Salvador. La sentencia de este caso por parte de la Corte Interamericana en materia de reparación, fue una luz que abrió el camino para poder visibilizar lo pendiente con las víctimas, con la Comisión de la Verdad y con la justicia. En ese juicio histórico sin precedentes en El Salvador, se reclama el nombre, la humanidad, y la dignidad de cada una de las víctimas y sobrevivientes de El Mozote, y también de la sociedad salvadoreña, como un precedente que ha abierto el camino para un nuevo escenario: la reconciliación y la verdadera paz.

 

Los impactos de este hecho histórico, desde la mirada psicosocial en víctimas y sobrevivientes, van mas allá de su resolución. El juicio y el hecho en sí mismo, sea cual sea el final, ya es reparador para el país y para las víctimas y sus familiares. El impacto de sentir que la justicia interna del país funciona ante la denuncia de unos campesinos testigos de la masacre, abona positivamente a la recuperación de la confianza para las víctimas en las instituciones. La confianza  es lo primero que se rompe en países donde la impunidad se pasea por las violaciones de derechos humanos y pisotea la dignidad de los ofendidos. Recordemos que esta masacre se negó institucionalmente durante mucho tiempo, por más que Rufina Amaya llevara esa verdad a todas partes, por más que tras las exhumaciones del equipo argentino de antropología forense que escarbaron la tierra, y con ella la verdad de la masacre, mostraran restos óseos, de mujeres y niños quemados. Aún hoy, después de implementadas las exhumaciones que ordenó la Corte Interamericana, y de haberlas hecho junto al Instituto de Medicina Legal y la Fiscalía, hay gente que cuestiona que hubo tal masacre.

 

Al leerse el pasado mes de marzo en el juzgado de Gotera la declaración de Don Pedro Chicas, a quien se lo llevo un cáncer en el 2013, se restituía institucionalmente la voz y la palabra de las víctimas. Don Pedro trajo a tiempo presente la memoria viva y la verdad de cada una de las víctimas y sobrevivientes. Posteriormente, el juez le leyó a los imputados los nueve delitos por los que se les acusa y sus derechos procesales. Eso, pase lo que pase, ya es un logro histórico de las víctimas.

 

Además, ese hecho da un mensaje que apunta a la reparación del tejido social, al señalar que las graves violaciones de derechos humanos no pueden ni esconderse ni olvidarse y que hay un día en que el pasado y el presente se unen para dar la mano a la justicia, y que la institucionalidad funciona no solo para unos sino para todos y todas. Monseñor Romero decía que la justicia era una serpiente que parecía que solo mordía a los pobres. Es la ocasión de mostrar que la justicia funciona para todos y todas. Ninguna grave violación a los derechos humanos, ni crimen de lesa humanidad ni crimen de guerra, puede quedar impune en ningún lugar del mundo. Las víctimas siempre dicen que no tienen rencor ni venganza en su corazón, que quieren perdonar, pero que para perdonar necesitan saber a quién perdonar.

 

Ante este hecho no faltan los mensajes de no abrir heridas con juicios del pasado. Pero las víctimas en este juicio de El Mozote reclaman su presente, su proyecto de vida roto, congelado el día de la masacre, precisamente para poder empezar a cerrarlas. Reclaman el reconocimiento de sus seres queridos como ciudadanos de derecho. ¨No eran animales¨ señala una víctima, con el rostro paciente de un campesino. Este juicio pone encima de la mesa la pregunta de dónde está El Salvador. La pregunta es histórica, no geográfica: qué es lo que está enfrentando, qué se ha perdido.

 

El miedo a hablar del pasado para un país, es el miedo al acto de narrar de las víctimas, porque de alguna manera todas esas historias o declaraciones, aluden a la historia de la ignominia cometida o a la caída de una historia oficial. Pero este juicio lleva al reconocimiento pleno de que todos y todas son ciudadanos y ciudadanas de derecho y que, pase lo que pase, las instituciones tienen que apoyar siempre la verdad y la justicia.

 

Es la oportunidad de leer las páginas que quedaron sin leer y que llegan, como mensaje en una botella, a la playa de lo pendiente, de la mano de la declaración de Pedro Chicas y de los campesinos y campesinas que guardan en su corazón todas las narraciones de esa ofensa a la humanidad y que reclaman su palabra. Es importante proteger este proceso: el trabajo y la mirada psicosocial es imprescindible para prevenir escenarios de revictimización.

 

Las víctimas y familiares salían del juzgado de San Francisco Gotera, con la esperanza entre los brazos: Ellos no han muerto, están con ustedes, con nosotros y con la humanidad entera”.

 

Así sea.