La búsqueda de verdad y justicia en medio de la pandemia
En una región con un legado histórico de graves violaciones de derechos humanos e impunidad, la pandemia es también una amenaza para la lucha por justicia, verdad y reparación. En Latinoamérica esta devastadora contingencia llega a abrir nuevas heridas donde hay otras que no terminan de cerrar, confrontando nuestro pasado y nuestro presente.
Entre la debilidad de los aparatos judiciales, la corrupción estructural y una élite política obstinada a imponer el olvido, son muy pocos los crímenes de los conflictos armados internos y las dictaduras que han sido juzgados. Gran parte de los procesos que lograron abrirse yacen empolvados en las oficinas gubernamentales o avanzan lentamente, frenados por estrategias judiciales dilatorias o por falta de voluntad de las autoridades.
Tras décadas de espera, las víctimas de estas atrocidades mueren sin obtener justicia o conocer el paradero de sus familiares. Otras rinden declaraciones anticipadas, conscientes de que el tiempo se agota. Los perpetradores también fallecen, sin haber sido sancionados.
En esta carrera a contrarreloj, el COVID-19 aparece como un obstáculo. Los tribunales y fiscalías de varios países se paralizaron por la contingencia y con ello el trámite de causas del pasado reciente, como las masacres de El Mozote y lugares aledaños en El Salvador. En otras latitudes los procesos continuaron e incluso en Uruguay fue sentenciado un alto mando militar de la dictadura.
Esta situación alcanzó a las últimas instancias de reparación y justicia a nivel regional. La Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos se vieron obligadas por la pandemia a suspender durante dos meses el cómputo de plazos, retrasándose así el trámite de los casos, que ya de por sí podía demorar más de 10 años hasta obtener una sentencia.
Por su parte, los perpetradores que lograron ser condenados han visto en la emergencia sanitaria una oportunidad para perpetuar la impunidad. Varios de ellos han solicitado prisión domiciliar, aludiendo que por su edad son más vulnerables al coronavirus. Así lo han hecho el ex presidente peruano Alberto Fujimori y los militares sentenciados por el caso Molina Theissen en Guatemala, entre otros tantos. Los tribunales argentinos ya concedieron este beneficio en algunos casos y en Chile incluso se pretendía otorgarlo indiscriminadamente a través de una ley.
Surge entonces la interrogante de cómo garantizar el acceso a la justicia en medio de la pandemia, cómo salvaguardar el derecho a la reparación de las víctimas y mantener la memoria viva en estos tiempos tan convulsos.
Considerando la deuda histórica del Estado, no solo hacia las víctimas, sino a la sociedad entera, las instancias judiciales deben continuar los procesos y priorizar los casos de graves violaciones a los derechos humanos. Obligados a investigar, juzgar y sancionar estos crímenes, y a la luz de los principios de debida diligencia y el deber de reparar, las fiscalías y tribunales deben adaptarse a las circunstancias para cumplir con su labor y a la vez asegurar la protección de los sujetos procesales frente al coronavirus.
Lo mismo sucede con los pedidos de los responsables para obtener prisión domiciliar. Sin negar la necesidad de protección a personas vulnerables como las privadas de libertad y las adultas mayores, el Estado debe conciliar las medidas en este sentido con los derechos de las víctimas y la naturaleza de los hechos. La jurisprudencia interamericana ya ha establecido que al tratarse de condenados por graves violaciones debe tomarse la medida menos restrictiva al acceso a la justicia de las víctimas. En línea con la Comisión Interamericana y el Relator Especial de la ONU sobre verdad, justicia y reparación, ninguna acción estatal ante el COVID-19 puede provocar impunidad sobre este tipo de crímenes, por lo que los Estados deben evaluar estas solicitudes con la mayor exigencia y respetando el principio de proporcionalidad. Lo primordial sería entonces que se garanticen condiciones de detención seguras y salubres, como debería ser, en todas las prisiones.
Frente a todo, la memoria no está en cuarentena. Las Abuelas de Plaza de Mayo no guardaron sus pañuelos para conmemorar el Día de la Memoria y las madres uruguayas recorrieron las calles de las redes sociales con la Marcha del Silencio. Entre las notas que suman los contagios de coronavirus, se hacen lugar los recuerdos de las atrocidades del pasado, que año con año colectivos y organizaciones mantienen vigentes.
Con esa convicción, hoy que se debate sobre el futuro y la necesidad de un nuevo pacto social post-pandemia, es indispensable que en la agenda esté presente la deuda histórica por las violaciones de los derechos humanos. Es impensable construir una sociedad más justa e incluyente, si ésta no se logra reconciliar verdaderamente con su pasado reciente.
Debemos hacernos cargo de este legado, exigiendo a los Estados poner fin a la impunidad, y mantenerlo en nuestra memoria colectiva como un recordatorio de lo que nunca más se debe repetir.
Eduardo Guerrero Lomelí es Licenciado en Derecho por el Tecnológico de Monterrey y labora como abogado en la Oficina para Centroamérica y México de CEJIL. Twitter: @ElTuiterDeLalo