4 de febrero de 2021 Blog Por

Cada Uno Tiene Su Lucha

04.Febrero.2021

El día que la conocí se apareció con un pastel con candelas encendidas cantando el Cumpleaños Feliz. Ella aparentaba estar en sus cuarentas, y siendo mujer blanca, estadounidense, con acento fuerte en español, era un contraste notable que a su lado la acompañara un hombre muy callado, Maya Guatemalteco, de edad avanzada, a quien ella llamara suegro. El pastel, pronto me daría cuenta, era por el cumpleaños de Everardo Bámaca Velázquez. Eso me sorprendió. Apenas en el avión rumbo a San José, Costa Rica me había enterado de Everardo. Justo estábamos ahí el día anterior a la audiencia ante la Corte Interamericana para buscar responsabilizar a Guatemala por su tortura y desaparición.

Pero nada acerca de Jennifer, la esposa de Everardo, era “normal.” Su camino a Everardo había comenzado con su decisión de regresar a Texas a trabajar con refugiados en la frontera con México después de haberse egresado de Harvard como abogada. Se enamoró primero de los indígenas mayas que conoció en la frontera y quiso entender por qué gente tan linda huía con tanto miedo. Se decidió subir al altiplano Guatemalteco en busca de respuestas y encontró a Everardo. Su inusual historia de amor, la misma que muchos negaron por racismo o cinismo, no duraría mucho. Lo que perduró fue el legado de Jennifer por la búsqueda de la verdad y justicia para Everardo, que también fue un acto de amor y vindicación para todos los Guatemaltecos, incluyéndome a mí que sin las Jennifer´s del mundo nos quedaríamos con historias mal contadas o peor, con mentiras.

Meses después de ese encuentro en Costa Rica mientras preparaba los escritos después de la audiencia ante la Corte Interamericana me enteraría, por medio de documentos desclasificados de la CIA, los detalles de la captura y tortura de Everardo, pero no así de los detalles de su desaparición. Eso, a casi medio siglo, todavía no se sabe. Y la única que aún lo busca, además de la justicia por su muerte y tortura, sigue siendo Jennifer. Pero lo que sí se logró, gracias a las huelgas de hambre y persistencia de Jennifer y a los pocos políticos y procesos legales que la respaldaron, es la humanización de Everardo y la documentación de lo que lo llevó a tomar una lucha en armas en una guerra sucia que culminó en genocidio y a la cual se unen muchos cómplices – entre ellos, la avaricia, la indiferencia, y el racismo.

La historia de Jennifer me marcó la vida cuando yo apenas comenzaba mi trayectoria como abogada en derechos humanos en CEJIL. De ella aprendí muchas lecciones importantes—algunas obvias, otras no—sobre a lo que llamamos el rol de los abogados en la búsqueda de justicia social. Confirmé, por ejemplo, que la empatía hacia el sufrimiento de los más vulnerables es clave, pero no siempre suficiente para superar nuestra tendencia a no hacer nada, no por indiferencia, sino por falta de fe que el hacer algo haga alguna diferencia.

No sé por qué Jennifer se enamoró de Everardo, pero sí sé que ese amor inexplicable para casi todos, hasta para mí, fue necesario para, me atrevo a decir, provocar en Jennifer una locura de buscar una verdad y una justicia quizás ilusiva e imposible, y llena de peligros, con una entereza y determinación que da escalofríos. Pero también me queda claro– y a Jennifer también– que su estatus como mujer blanca, egresada de Harvard – “con pasaporte americano,” como me dijo ella, también eran circunstancias y/o factores necesarios para su decisión.

Por medio de los años, siempre me he hecho y le he planteado esa misma pregunta a muchos otros abogados o activistas de derechos humanos que se han atrevido a sacrificar tanto – hasta su seguridad y a veces hasta sus propias vidas – por convicción y vocación a la justicia social. Y en mi búsqueda, he recibido varias respuestas que me han ayudado a reflexionar y profundizar al respecto.

Por ejemplo, cenando una vez con el Juez Juan Guzmán Tapia, tuve la oportunidad de preguntarle cómo fue que se atrevió a procesar a Pinochet en Chile. Fue muy generoso con su respuesta. No fue una respuesta sencilla. Me recuerdo que me habló de su tendencia a la espiritualidad y su deseo en algún momento de su vida de ser sacerdote. Pero lo que más me marcó es que para él fue muy sencillo: me dijo que nació en una cuna de plata y que no supo mucho lo que era el sufrimiento hasta que llegaron los familiares de los desaparecidos a su corte y le tocó escuchar historia tras historia. Y me dijo que para él fue imposible ignorar lo que escuchó. Pero yo insistí y le pregunté si él había sido el único juez que había escuchado esas historias y tuvo que admitir que no. Y ¿entonces?, le dije yo atrevidamente. Y con mucha humildad, pero tal vez con mucha verdad me dijo: “muchos de mis compañeros jueces dependían de sus salarios para darle de comer a sus hijos. Yo no. Si me despedían o si me amenazaban, yo me podía ir sin mayor consecuencia.”

Creo que tanto el Juez Guzmán y Jennifer exageraban la protección que sus privilegios les brindaba. Más bien creo que lo que tenían era fe de que por su privilegio eran los indicados de marcar la diferencia en ese momento.

Muchas veces no es nuestro privilegio que nos hace imprescindibles — como dice la canción de Silvio Rodriguez de un poema del Aleman Brecth—sino es la convicción de la lucha y el amor hacia nuestra gente, nuestros hijos, nuestra tierra. Hace algunos años, pasé varios días en el movimiento de la resistencia a la minería conocido como la Puya. Estaba ahí entrevistando a líderes, casi todas mujeres, de una resistencia de día a día, todos los días, por más de siete años. Literalmente, la resistencia era un escudo humano de gente – mujeres, hombres, jóvenes, ancianos, y niños de la propia comunidad –que se enfrentaron a calumnia, penalización, amenazas, conflictos familiares, sacrificios económicos, y hasta a pérdidas de vida. ¿Qué los motivaba? Una convicción que la lucha por el agua y la tierra y la dignidad de sus vidas lo valía. “El agua vale más que el oro, me decían con una serenidad de los que luchan al lado correcto de la historia.”

Yo llegué a La Puya, y la Puya me abrió sus puertas por Yuri Melini, otro activista en derechos humanos, que hacía unos años había sobrevivido 13 balazos por so labor en proteger el medio ambiente en Guatemala. Y aun así, seguía en la lucha. Yuri me advirtió. Yo te presento con las mujeres de La Puya como una aliada de mi confianza, una mujer buena, con la sensibilidad necesaria para contar sus historias. Pero te advierto que son ellas al final que van a decidir si quieren o no compartir contigo sus historias. Eso me lo dijo cuando ya estábamos a 3 minutos de llegar a La Puya. Y cuando llegamos, resulta que me encuentro con un grupo de más de 100 personas de la comunidad reunidos para escuchar propuestas de colaboración. Pues, ni modo, no había paso atrás.

Confieso que en ese momento, fue muy fácil sentirme inepta – no en lo intelectual sino en el tema de la valentía y la fe en que lo que hago marca alguna diferencia– especialmente ante tantos héroes y heroínas. Aún hay muchos cuyas historias que no les he contado – como la Jueza Yasmín Barrios en el caso contra Rios Montt o el Juez Miguel Ángel Gálvez en los casos de corrupción contra los meros meros en Guatemala. Cuando conoces a estos jueces que se han tenido que movilizar con guarda espaldas y portar chalecos contra balas hasta que los dejan desprotegidos cuando la vientos políticos cambian, te cuestionas mucho si lo que tú haces es suficiente.

Pero presenté mi propuesta – con mucha humildad. Les dije que lo que yo ofrecía es la promesa de escribir un libro en Ingles que incluyera las historias de las mujeres en la Resistencia de la Puya y que lo haría no por ellas sino por nosotros que necesitamos conocerlas. Les prometí que yo enseñaría su historia en las escuelas de derecho en los EE. UU. y me dedicaría a tratar de formar a nuevos abogados con sensibilidades distintas y mayor empatía y compromiso con la justicia social y ambiental y que ellas eran parte fundamental en mi granito de arena – en mi revolución inepta.

Después de mi discurso, se me quedaron viendo y una de ellas habló y dijo – nos gusta tu revolución porque es tu lucha y la tuya no puede ser la nuestra, ni la nuestra la tuya. Y tomaron el voto, y me permitieron compartir frijoles y tortillas e historias y lágrimas con ellas.

Todo esto me lleva a cerrar con dos poemas – el be Brencth y el de Gioconda Belli, la Nicaragüence revolucionaria, que el mismo Juez Gálvez de Guatemala tiene enmarcado en su oficina:

“Hay hombres (y mujeres) que luchan un día y son buenos/as. Hay otros/as que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos/as. Pero hay los/as que luchan toda la vida: esos/eas son los/las imprescindibles.”

 

“Uno no escoge el país donde nace;

Pero ama el país donde ha nacido.

 

Uno no escoge el tiempo para venir al mundo;

Pero debe dejar huella de su tiempo.

 

Nadie puede evadir su responsabilidad.

 

Nadie puede taparse los ojos, los oídos,

Enmudecer y cortarse las manos.

 

Todos tenemos un deber de amor que cumplir,

Una historia que nacer

Una meta que alcanzar.

 

No escogimos el momento para venir al mundo:

Ahora podemos hacer el mundo

En que nacerá y crecerá

La semilla que trajimos con nosotros.»

 

Los insto a que juntos hagamos nuestro mejor esfuerzo por ser imprescindibles, no por convertirnos en los héroes y heroínas como en las historias que le he contado – si no– en reconocer nuestro privilegio, el rol que tenemos, y en ser lo suficientemente humilde en acompañar y respaldar a los defensores de derechos humanos en nuestro día a día en los espacios que ocupamos y hacer la labor a la que hemos sido llamados con integridad, convicción y siempre con mucho compromiso a la justicia social y al estado de derecho.